Hay dos leyendas que
se han transmitido generación tras generación entre los habitantes del
monasterio.
Una primera que se
contaba en las familias el día que tocaba comer puchero de garbanzos con
albondigón. Hacía mención a un tiempo en que los frailes morían con frecuencia
y de forma repentina, habitualmente tras las comidas de puchero de garbanzos
con albondigón, que es como una albóndiga enorme que se añadía al puchero y se
comía junto a la carne y demás ingredientes tras el caldo con los garbanzos.
Comida que seguramente era un lujo en la época y tradicional hoy en día todavía
en los pueblos de Sierra Mágina.
No eran pocos los
que relacionaban las muertes con la presencia del albondigón, lo que llevaba a
los frailes a recriminar a los hermanos de las cocinas esa coincidencia,
recelando del manjar. Pero como era un ingrediente muy apreciado, contaban que
cuando el padre fraile jefe de la cocina estaba cocinando cocido de garbanzos,
manifestaba en voz alta:
-
No sé si poner albondigón al cocido.
A lo que contestaba el fraile ayudante, muy jovencito, de la
cocina:
-
¡Padre, que siga el albondigón y caiga quien
caiga!
La segunda leyenda
nos la contaban a la luz de la lumbre, en las noches de invierno, y se refería
a un fraile que cometía muchas tropelías en el convento, no cumpliendo las
obligaciones religiosas de las oraciones, esquivando sus trabajos en el campo,
rompiendo con frecuencia las reglas de la Orden, por lo que era castigado cada vez de forma más severa. Hasta que en una
ocasión lo sorprendieron manteniendo relaciones con una criada, lo que el
castigo ya supuso penitencias extremas, reclusión, ayunos prolongados, y como
no escarmentaba, fue expedientado y mandado a prisión fuera del convento
durante varios años.
Cuando volvió al
convento el fraile se vengó de varios de
los frailes de las formas más variadas, incluso fue acusado de sospechoso de la
muerte de alguno, por lo que al morir fue castigado por Dios a vagar
eternamente por el valle del monasterio arrastrando unas cadenas y con una
cencerrilla colgada del cuello, para que fuese advertido por las gentes y así
huyesen de él, como un leproso.
Y en las noches
oscuras, de lluvias y relámpagos, y, asomados a la calle desde el portal, te
decían:
-
¿Oyes cómo suena una cencerrilla por el Cerrillo
de San Marcos?
-
No oigo nada –respondía uno, muerto de miedo.
-
¿Seguro que no la oyes? ¡Pero si se escucha
perfectamente como baja el tintineo por la cuesta del Cerrillo! –insistían.
Los relámpagos
iluminaban la noche, cuando apenas los candiles de aceite y las llamas de la
lumbre eran las únicas luces de las casas y los truenos inmediatamente parecían
romper las entrañas del valle, ahogándonos a los niños en la visión dramática y
compasiva, al mismo tiempo, de aquel fraile errante por los campos, que
imaginábamos arrastrando las cadenas entre el hábito negro embarrado y la
cencerrilla al cuello. Os puedo asegurar que lo escuchábamos, porque al mismo
tiempo podría sonar el cencerro de cualquier cabra u oveja al moverse en los corrales, lo que llenaba de veracidad la
leyenda.
Es probable que las
dos respondan a una sola y estén fundamentadas en el conflicto del fraile
rebelde Alonso Pérez de Alarcón en el siglo XVII y que uno de sus pecados
habría sido enamorarse de una moza de la servidumbre, con la que terminó
errando por los montes, escondido en las cuevas de la zona, como la cueva del
Puerto, y que volvió al convento una vez murió la amada, pasando el resto de su
vida oculto de la persecución de la Inquisición por sus frailes hermanos,
trabajando hasta su muerte como un gañán del convento. También, tal vez, se
hayan inventado algunas partes de la leyenda, metiendo al fraile perseguido en
las cocinas como servidumbre y desde ahí se vengaba de alguno de los frailes
que le hubiese denunciado o maltratado. ¡Qué sé yo! Pero ya sabéis que muchas
veces las leyendas se asientan en algunos aspectos en partes veraces de la
historia y el recuerdo de las gentes, que se van adaptando a las necesidades de
las mismas.